El frontón de Arroka será demolido a principios del año que viene.
Desconozco
cuándo lo habrán de derribar, pero han dado a entender que le esperan ya pocos
tantos en disputa, que lo echarán en breve.
Su
agonía será silenciosa, porque ya no reserva en sus entrañas ni gritos,
ni risas, ni aplausos; nadie lanza ya vivas y ni boinas al aire. Su
morral está ya vacío, exhausto de toda emoción, escaso de sentimientos,
con las pulsaciones bajo mínimos.
Dicen
los que entienden del tema − hay gente p atoo, como manifestó el sabio
torero− que no tenía sentido prolongar más su agonía; que su suerte estaba
echada irremediablemente hace ya tiempo.
Que
al viejo frontón no le quedaba más tiempo. Y… No le han concedido un día más al
viejo, al pequeño frontón, al que acogió en su seno pintadas y reivindicaciones
de futuro y esperanza. Y que anhelaba ver y gozarun mañana mejor, con niños
jugando a la pelota, un anciano recordando sus hazañas como pelotari, un
soñador pintando el cuadro imposible.
No
le queda ni una brizna de futuro ni un rayo de esperanza.
Lo
derriban porque es pequeño, viejo y poco agraciado.
Es
una de las tantas metáforas de la vida, pero muy ajustada en este caso, muy
precisa
No
ha sabido lo que es el triunfo el viejo frontón; no sabe del aplauso unánime,
ni de una humilde mención en la prensa.
El
destino del viejo frontón es la historia de un derrotado más.
Arroka,
sinónimo de roca y peñasco en origen, y símbolo de una derrota,
al
final. Un derrotado más. ¡Lástima!
Boletus.
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