La crisis del Coronavirus nos ha traído un debate
que, si bien siempre ha estado en boca de todos a nivel empresarial, pocas
veces -tal vez, nunca- lo había estado a nivel
social, como ahora, a propósito de la necesidad o no de volver al trabajo,
poniendo en marcha toda o la mayor parte de la maquinaria productiva del país, aun
a riesgo del peligro de contagio que tal decisión conlleva. Mientras los
defensores de evitar todo riesgo de contagio que atentase a la salud, no sólo
de los trabajadores implicados sino también del resto de la población,
propugnaban el confinamiento más estricto, los partidarios de la vuelta al
trabajo pedían la reanudación del máximo posible de actividades para evitar un
colapso económico que también iba a perjudicar, directa o indirectamente a
todos. Este debate se ha instalado en todos los países, haciendo que muchas
personas se hayan podido quedar con la impresión de que ¡ojo! la salud es
importante, pero si por proteger la salud nos cargamos “la economía” habremos
hecho un pan como unas tortas.
Ahora bien ¿es correcto hablar de una crisis
sanitaria y una crisis económica como cuestiones diferenciadas? ¿Se trata de
asuntos que deben ser gestionados de manera independiente, como si se tratara
de guardar un adecuado equilibrio, evitando que la gestión de una incida negativamente
sobre la otra? ¿Debe preservarse el funcionamiento del aparato productivo para
que, a medio plazo, no empeore la situación de la gente, como defienden
algunos? ¿Debe prevalecer la salud, como señalan otros, evitando los contagios
producidos por la relación física entre las personas?
No hay una respuesta taxativa a cada una de estas
cuestiones, evidentemente, sobre todo porque, en mi opinión, se está partiendo
de una concepción parcial y compartimentada de la economía y del sistema
económico, que impide analizar el problema en su globalidad y complejidad.
Parece ser que, para algunos, el sistema económico
es algo separado del mundo de la biología y del mundo físico. El aire, el agua,
las plantas, los recursos del subsuelo, los bosques, el resto de los seres
vivos, etc. deben estar al servicio de “la economía”. Suelen decir que habrá
que intentar evitar el deterioro del medio ambiente que nos rodea, pero si en
último término hay que elegir, no se puede poner en peligro “la economía” para
salvar “el medio ambiente”. Para otros, la cosa va más lejos aún y conciben “la
economía” como algo separado también del mundo social. Las personas son, para
ellos, un medio para hacer que “la economía” “funcione” y, por lo tanto, deben estar
a su servicio. Si los empleos se precarizan, si aumenta la explotación laboral,
si cada vez es más difícil conciliar la vida familiar y laboral, si para salir
de la pobreza ya no basta con tener trabajo, pues es realmente una desgracia -reconocen a veces-, pero si en último término hay que elegir, no se
puede poner en peligro “la economía”, ya que, si salvamos “la economía”, estaremos
en mejores condiciones de salvar a las personas.
Todo, por lo tanto, gira hacia el objetivo de
hacer que la producción aumente, que crezca “la economía”, y para la
consecución de este objetivo todo vale, desde la sobreexplotación del planeta,
pasando por la deslocalización de las actividades productivas allá donde sea
más barato llevarlas a cabo, hasta hacer de la persona un simple medio al
servicio de ese gran objetivo, de modo que se puedan satisfacer unas
necesidades humanas cada vez mayores, generando más ingresos gracias a la
creación de más puestos de trabajo, sean estos del tipo que sean y se ubiquen
en el lugar y momento en que sean necesarios. En definitiva, las personas y la
naturaleza tienen que adaptarse a las necesidades de “la economía” para que
esta pueda funcionar de la manera más eficaz.
Sin embargo, son muchos los que plantean que, por
encima de cualquier otra cuestión, el objetivo fundamental al que debe servir
“la economía” es el de asegurar la dignidad de la de vida humana y las
condiciones de su reproducción, siendo la producción de bienes y servicios el
medio para facilitarlo. Por lo tanto, si el objetivo de “la economía” es
garantizar la reproducción de la vida humana en condiciones de dignidad, de
equidad y de sostenibilidad ambiental, no cabe plantear un debate sobre
jerarquía de objetivos entre la actividad económica y la salud de las personas
como el que se ha planteado estos días con motivo de la suspensión, primero, y
reanudación, después, de las actividades no esenciales, planteándose una
elección entre la salud ahora o la fortaleza económica después. Parece claro
que si lo que se pretende es volver a la situación previa, en toda su
dimensión, hay que volver a la actividad económica anterior a la llegada del
Coronavirus, caiga quien caiga, en el sentido más estricto de la expresión, con
lo que ello significa de mantener la división internacional del trabajo, que ha
hecho que el 25% de los bienes y servicios se produzcan en China, no habiendo
un solo respirador o mascarilla que se fabrique en España; encontrándonos con
que, tras haber sido devaluada en la crisis de 2008, la sanidad pública está
siendo el eje sobre el que pivota la recuperación de nuestra salud, pero, a su
vez, viendo como hay escasez de plantas con UCI en los hospitales; por otra
parte, todo el mundo mira al conjunto de instituciones del Estado -desde
los ministerios de Madrid hasta los alcaldes de los municipios, pasando por
nuestro Gobierno Vasco o Diputación foral-
: ese sector público tan denostado, junto con sus funcionarios, a los que ahora
se les aplaude, para que nos saque del apuro con celeridad, sin cometer errores
y nos devuelva a la situación anterior lo antes posible, cuando hasta hace nada
se nos decía por todas partes que “lo privado” es más eficiente y mejor
gestionado que “lo público”, pero, de pronto, un minúsculo ser -sobre el que se duda, incluso,
de que se le pueda considerar un “ser vivo”-
nos está haciendo ver que, si salimos de ésta, habrá que abordar, guste o no,
el problema que supone la mercantilización de todos los órdenes de la vida a la
que hemos llegado.
Como dijo el presidente francés, Macron, “Lo que
revela esta pandemia es que hay bienes y servicios que deben estar más allá de
las leyes del mercado”. Efectivamente, una mercantilización acelerada y
descontrolada ha convertido la ley de la oferta y demanda, tanto en bienes,
como en trabajo, como en el capital necesario para producir y vivir, en el eje
en torno al cual se articula la vida social, sin tener en cuenta otros valores que
no sean los propios del mercado. Así, el mercado está regulando ya muchos
ámbitos de la vida como la naturaleza, las relaciones sociales, el trabajo, la
salud, la educación y más.
El trabajo se ha convertido exclusivamente en mercancía
intercambiable por dinero; al mismo tiempo, se ha ahondado en la mercantilización
de la naturaleza, llevándola hasta convertir en simple mercancía los recursos
naturales en su conjunto: un proceso que ha llevado consigo a una pérdida de
biodiversidad que algunos expertos están situando estos días en la base de
pandemias como a la que ahora nos enfrentamos.
¿Seremos capaces de recuperar otras formas de
relación económica entre las personas más allá de lo puramente mercantil?
¿Seremos capaces de recuperar el sentido de lo público, la idea del bien común,
la gestión compartida de los bienes globales, la idea de la redistribución? ¿Podremos
recuperar también el sentido de lo comunitario y muchas formas de colaboración y
de creación de valor -no
mercantiles- como
las que estos días han florecido a lo largo y ancho de todo el mundo? ¿Seremos
capaces de dejar al mercado sólo aquellas esferas –que son muchas- en las que
puede ser el ámbito de relación social más eficiente, y preservar para otras formas
de relación económica –a través del sector público, o mediante la cooperación comunitaria-
otras esferas en las que el mercado es claramente ineficiente tanto desde el punto
de vista social como ecológico?
No se trata de renunciar al progreso de la
humanidad o de volver “a las cavernas”, sino de producir y consumir de un modo
distinto, en que la persona sea el eje sobre el que pivote “la economía”, no el
mercado, no la rentabilidad inmediata.
Lo que parece claro es que, si el objetivo sigue
siendo promover aquellas actividades que generen más rentas, para que teniendo
más dinero podamos comprar más cosas -independientemente
de su utilidad social y su compatibilidad ambiental-, seguiremos aceptando formas de
producir y formas de trabajar que implicarán mayor sufrimiento, mayor precariedad,
mayor incertidumbre y, a la postre, mayor inseguridad personal y colectiva. La inseguridad
de la salud será uno de los componentes de esa inseguridad humana, en la medida
en que las personas sigan estando al servicio de la producción, y no al revés,
y en la medida en que la mercantilización de la naturaleza siga destruyendo la
biodiversidad e incrementando el riesgo de nuevas enfermedades y pandemias.
Y así, hemos entrado en el terreno de “la
seguridad” y, con él, en el dilema entre “seguridad” y “libertad”. Pero esto lo
dejaremos para otro momento.
Carlos Ortigosa
(17/04/2020)
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