viernes, 17 de abril de 2020

Salud y economía


La crisis del Coronavirus nos ha traído un debate que, si bien siempre ha estado en boca de todos a nivel empresarial, pocas veces -tal vez, nunca- lo había estado a nivel social, como ahora, a propósito de la necesidad o no de volver al trabajo, poniendo en marcha toda o la mayor parte de la maquinaria productiva del país, aun a riesgo del peligro de contagio que tal decisión conlleva. Mientras los defensores de evitar todo riesgo de contagio que atentase a la salud, no sólo de los trabajadores implicados sino también del resto de la población, propugnaban el confinamiento más estricto, los partidarios de la vuelta al trabajo pedían la reanudación del máximo posible de actividades para evitar un colapso económico que también iba a perjudicar, directa o indirectamente a todos. Este debate se ha instalado en todos los países, haciendo que muchas personas se hayan podido quedar con la impresión de que ¡ojo! la salud es importante, pero si por proteger la salud nos cargamos “la economía” habremos hecho un pan como unas tortas.

Ahora bien ¿es correcto hablar de una crisis sanitaria y una crisis económica como cuestiones diferenciadas? ¿Se trata de asuntos que deben ser gestionados de manera independiente, como si se tratara de guardar un adecuado equilibrio, evitando que la gestión de una incida negativamente sobre la otra? ¿Debe preservarse el funcionamiento del aparato productivo para que, a medio plazo, no empeore la situación de la gente, como defienden algunos? ¿Debe prevalecer la salud, como señalan otros, evitando los contagios producidos por la relación física entre las personas?

No hay una respuesta taxativa a cada una de estas cuestiones, evidentemente, sobre todo porque, en mi opinión, se está partiendo de una concepción parcial y compartimentada de la economía y del sistema económico, que impide analizar el problema en su globalidad y complejidad.

Parece ser que, para algunos, el sistema económico es algo separado del mundo de la biología y del mundo físico. El aire, el agua, las plantas, los recursos del subsuelo, los bosques, el resto de los seres vivos, etc. deben estar al servicio de “la economía”. Suelen decir que habrá que intentar evitar el deterioro del medio ambiente que nos rodea, pero si en último término hay que elegir, no se puede poner en peligro “la economía” para salvar “el medio ambiente”. Para otros, la cosa va más lejos aún y conciben “la economía” como algo separado también del mundo social. Las personas son, para ellos, un medio para hacer que “la economía” “funcione” y, por lo tanto, deben estar a su servicio. Si los empleos se precarizan, si aumenta la explotación laboral, si cada vez es más difícil conciliar la vida familiar y laboral, si para salir de la pobreza ya no basta con tener trabajo, pues es realmente una desgracia -reconocen a veces-, pero si en último término hay que elegir, no se puede poner en peligro “la economía”, ya que, si salvamos “la economía”, estaremos en mejores condiciones de salvar a las personas.

Todo, por lo tanto, gira hacia el objetivo de hacer que la producción aumente, que crezca “la economía”, y para la consecución de este objetivo todo vale, desde la sobreexplotación del planeta, pasando por la deslocalización de las actividades productivas allá donde sea más barato llevarlas a cabo, hasta hacer de la persona un simple medio al servicio de ese gran objetivo, de modo que se puedan satisfacer unas necesidades humanas cada vez mayores, generando más ingresos gracias a la creación de más puestos de trabajo, sean estos del tipo que sean y se ubiquen en el lugar y momento en que sean necesarios. En definitiva, las personas y la naturaleza tienen que adaptarse a las necesidades de “la economía” para que esta pueda funcionar de la manera más eficaz.

Sin embargo, son muchos los que plantean que, por encima de cualquier otra cuestión, el objetivo fundamental al que debe servir “la economía” es el de asegurar la dignidad de la de vida humana y las condiciones de su reproducción, siendo la producción de bienes y servicios el medio para facilitarlo. Por lo tanto, si el objetivo de “la economía” es garantizar la reproducción de la vida humana en condiciones de dignidad, de equidad y de sostenibilidad ambiental, no cabe plantear un debate sobre jerarquía de objetivos entre la actividad económica y la salud de las personas como el que se ha planteado estos días con motivo de la suspensión, primero, y reanudación, después, de las actividades no esenciales, planteándose una elección entre la salud ahora o la fortaleza económica después. Parece claro que si lo que se pretende es volver a la situación previa, en toda su dimensión, hay que volver a la actividad económica anterior a la llegada del Coronavirus, caiga quien caiga, en el sentido más estricto de la expresión, con lo que ello significa de mantener la división internacional del trabajo, que ha hecho que el 25% de los bienes y servicios se produzcan en China, no habiendo un solo respirador o mascarilla que se fabrique en España; encontrándonos con que, tras haber sido devaluada en la crisis de 2008, la sanidad pública está siendo el eje sobre el que pivota la recuperación de nuestra salud, pero, a su vez, viendo como hay escasez de plantas con UCI en los hospitales; por otra parte, todo el mundo mira al conjunto de instituciones del  Estado -desde los ministerios de Madrid hasta los alcaldes de los municipios, pasando por nuestro Gobierno Vasco o Diputación foral- : ese sector público tan denostado, junto con sus funcionarios, a los que ahora se les aplaude, para que nos saque del apuro con celeridad, sin cometer errores y nos devuelva a la situación anterior lo antes posible, cuando hasta hace nada se nos decía por todas partes que “lo privado” es más eficiente y mejor gestionado que “lo público”, pero, de pronto, un minúsculo ser -sobre el que se duda, incluso, de que se le pueda considerar un “ser vivo”- nos está haciendo ver que, si salimos de ésta, habrá que abordar, guste o no, el problema que supone la mercantilización de todos los órdenes de la vida a la que hemos llegado.

Como dijo el presidente francés, Macron, “Lo que revela esta pandemia es que hay bienes y servicios que deben estar más allá de las leyes del mercado”. Efectivamente, una mercantilización acelerada y descontrolada ha convertido la ley de la oferta y demanda, tanto en bienes, como en trabajo, como en el capital necesario para producir y vivir, en el eje en torno al cual se articula la vida social, sin tener en cuenta otros valores que no sean los propios del mercado. Así, el mercado está regulando ya muchos ámbitos de la vida como la naturaleza, las relaciones sociales, el trabajo, la salud, la educación y más.

El trabajo se ha convertido exclusivamente en mercancía intercambiable por dinero; al mismo tiempo, se ha ahondado en la mercantilización de la naturaleza, llevándola hasta convertir en simple mercancía los recursos naturales en su conjunto: un proceso que ha llevado consigo a una pérdida de biodiversidad que algunos expertos están situando estos días en la base de pandemias como a la que ahora nos enfrentamos.

¿Seremos capaces de recuperar otras formas de relación económica entre las personas más allá de lo puramente mercantil? ¿Seremos capaces de recuperar el sentido de lo público, la idea del bien común, la gestión compartida de los bienes globales, la idea de la redistribución? ¿Podremos recuperar también el sentido de lo comunitario y muchas formas de colaboración y de creación de valor -no mercantiles- como las que estos días han florecido a lo largo y ancho de todo el mundo? ¿Seremos capaces de dejar al mercado sólo aquellas esferas –que son muchas- en las que puede ser el ámbito de relación social más eficiente, y preservar para otras formas de relación económica –a través del sector público, o mediante la cooperación comunitaria- otras esferas en las que el mercado es claramente ineficiente tanto desde el punto de vista social como ecológico?

No se trata de renunciar al progreso de la humanidad o de volver “a las cavernas”, sino de producir y consumir de un modo distinto, en que la persona sea el eje sobre el que pivote “la economía”, no el mercado, no la rentabilidad inmediata.

Lo que parece claro es que, si el objetivo sigue siendo promover aquellas actividades que generen más rentas, para que teniendo más dinero podamos comprar más cosas -independientemente de su utilidad social y su compatibilidad ambiental-, seguiremos aceptando formas de producir y formas de trabajar que implicarán mayor sufrimiento, mayor precariedad, mayor incertidumbre y, a la postre, mayor inseguridad personal y colectiva. La inseguridad de la salud será uno de los componentes de esa inseguridad humana, en la medida en que las personas sigan estando al servicio de la producción, y no al revés, y en la medida en que la mercantilización de la naturaleza siga destruyendo la biodiversidad e incrementando el riesgo de nuevas enfermedades y pandemias.

Y así, hemos entrado en el terreno de “la seguridad” y, con él, en el dilema entre “seguridad” y “libertad”. Pero esto lo dejaremos para otro momento.
Carlos Ortigosa (17/04/2020)



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