domingo, 31 de mayo de 2020

El Ingreso Mínimo Vital (IMV), la Renta de Garantía de Ingresos (RGI), la Renta Básica Universal (RBU). ¿Hablamos de lo mismo?


Desde hace ya unos cuantos años tenemos en el País Vasco la RGI y ahora desde la Administración Central del Estado se nos dice que se va a implantar el IMV; además, cada vez con más frecuencia, incluso en foros donde se reúnen habitualmente las élites mundiales, como el de Davos, se está hablando de la posible implantación de una RBU. No se trata de una ‘sopa de letras’, sino de conceptos distintos de subvenciones o ayudas públicas a los ciudadanos, buscando que en la sociedad nadie se quede atrás, sea por motivos estructurales (minusvalías, desempleo, enfermedades crónicas, cargas familiares, etc.) o coyunturales (accidentes, siniestros naturales, epidemias como la que estamos sufriendo, etc.). Se trata, por tanto, de un instrumento del ‘estado del bienestar’ para contrarrestar la pobreza y redistribuir la riqueza del país, paliando las diferencias de renta existentes en la sociedad, sobre todo tras la crisis financiera de 2008 y la previsible del Coronavirus.
No voy a entrar en las características técnicas concretas de cada una de ellas (a quién beneficia, cuál es la subvención, que requisitos concretos se exigen para disfrutarla, que sanciones puede acarrear el fraude, etc.), sino en el concepto: qué buscan y para qué.
El Ingreso Mínimo Vital (IMV) es una prestación de la Seguridad Social que parte de 14 tipologías de hogares (en función del número de miembros y de si son monoparentales) y establece un nivel de renta garantizable diferente para cada tipo de hogar. El nivel mínimo, que corresponde a los hogares unipersonales, es de 5.538 euros al año, el equivalente a una pensión no contributiva. A partir de esta cuantía se establece un coeficiente adicional por cada miembro del hogar y un beneficio para los hogares monoparentales.
La Renta de Garantía de Ingresos (RGI) es una prestación de la Administración autonómica vasca para atender las necesidades básicas de las personas y familias que no disponen de recursos suficientes. El nivel mínimo es de 8.324,76 euros al año, siendo el máximo de 12.894,36 euros al año, en función de determinadas variables, fundamentalmente familiares.
Son, por tanto, conceptualmente dos tipos de ayuda iguales, aunque con requisitos distintos; es decir, su espíritu es eliminar las bolsas de pobreza que una sociedad va produciendo en función de la mayor o menor adaptación de sus miembros a ella misma, de modo que en la medida en que los miembros perceptores que se han ido desenganchando vuelven a parámetros sostenibles de riqueza (o de menor pobreza, para entenderse) la sociedad deja de ayudarles; así, hemos visto como los datos de los que reciben la RGI se dispararon al comienzo de la crisis de 2008, fueron descendiendo lentamente hasta 2019 y, previsiblemente, volverán a crecer tras la pandemia del Coronavirus. Son ayudas temporales, de mayor o menor cuantía, que atienden a las necesidades que se consideran básicas hasta que quien las recibe puede satisfacer dichas necesidades con su renta, normalmente de trabajo, o, en su caso, por otro medio: una herencia, un premio, la entrada en una unidad familiar más pudiente, la desaparición de gastos familiares por hijos o por cualquier otra causa. Como he dicho, cada una de estas dos subvenciones exige requisitos distintos en estos aspectos. No son acumulables entre sí ni con otras prestaciones o rentas, salvo que entre todas no se llegue al mínimo estipulado. Además, estas ayudas públicas no exigen cotizaciones previas; es decir, no son un derecho adquirido como consecuencia de unos pagos previos realizados a la Seguridad Social -como sucede con las retribuciones por desempleo o las pensiones de jubilación contributiva-, sino que se atiende simplemente a una situación actual de necesidad básica del beneficiario.
Las administraciones, por tanto, han creado estos instrumentos dentro del ‘estado del bienestar’, además de los ya existentes, como, por ejemplo, las ‘pensiones no contributivas’, con objeto de evitar desequilibrios sociales insostenibles y mantener una mínima armonía social en unas épocas en que el ascensor social, si funciona, lo hace muy lentamente y más bien hacia abajo, fruto de la progresiva destrucción de las clases medias, que son las que dan estabilidad y consistencia a una sociedad, con la llegada del paro, el progresivo deterioro de las condiciones de trabajo y la excesiva liberalización de los mercados financieros, de trabajo, de mercancías y de servicios.
Sin embargo, con la llegada de la Cuarta revolución industrial, millones y millones de puestos de trabajo de poca o nula cualificación desaparecerán, y la pregunta que nos hacemos es si la cifra de “descolgados del sistema”, de la sociedad, será tan grande que estas ayudas paliativas ya no sirvan. Definamos entonces qué es eso de la Cuarta revolución industrial, también llamada Industria 4.0.
Esta nueva Revolución industrial sigue a los otros tres procesos históricos transformadores: la primera marcó el paso de la producción manual a la mecanizada, entre 1760 y 1830, gracias a novedades como el motor a vapor; la segunda, alrededor de 1850, trajo la electricidad y permitió la manufactura en masa; para la tercera hubo que esperar a mediados del siglo XX, con la llegada de la electrónica y la tecnología de la información y las telecomunicaciones; ahora, la cuarta trae consigo una tendencia a la automatización total de la manufactura, llevando la producción a una total independencia de la mano de obra humana, de modo que se combina la maquinaria con procesos digitales que son capaces de tomar decisiones descentralizadas y de cooperar, entre ellos y con las personas, mediante el denominado “internet de las cosas”. Veremos, por tanto, una "fábrica inteligente": verdaderamente inteligente.
Y ¿qué pasará con los expulsados del sistema? No se prevé que sean meras bolsas de pobreza, sino autenticas masas de desheredados que caerán en la pobreza y que serán o no capaces de adaptarse a la nueva situación. Estas personas necesitarán tiempo y la estabilidad económica suficiente para darles tranquilidad y seguridad en su proceso de formación hacia los también millones de empleos -fundamentalmente en el sector servicios- que previsiblemente irán surgiendo. No se trata, por tanto, del trabajador que pierde su puesto de trabajo y busca otro, igual o parecido, acorde a sus conocimientos y competencias, sino de una auténtica desaparición del modo actual de producir bienes y servicios, en lo que lo nuevo no se basará en lo actual, sino en algo distinto. En la tercera revolución industrial, por ejemplo, el tornero manual tuvo que aprender a mecanizar por electroerosión, pero él iba a seguir controlando la máquina; en un futuro cercano ya no será él el que la controle, sino la “inteligencia artificial”; nuestro obrero cualificado, junto a otros millones como él, ya no sirve para eso, tendrá que servir para otra cosa, que no sabemos cuál, y en el entreacto dejará de percibir ingresos.
Es ahí donde entra la idea de un ingreso básico que no sea coyuntural, sino estructural, universal, perpetuo, que garantice a cada persona, por el hecho de serlo, que va a sobrevivir. La cuarta revolución industrial tiene que traer de la mano la denominada Renta Básica Universal (RBU)
Definimos la RBU como la herramienta mediante la cual todo ciudadano mayor de edad, recibe periódicamente una cantidad fijada de antemano que le garantiza el acceso a una vida digna, independientemente de sus otros ingresos si los tiene, y es incondicional, es decir, no le obliga a ningún compromiso para con el Estado.
Se trata de dar dinero líquido a toda persona por el mero hecho de nacer en un territorio, de modo que tenga una base económica con la que salir adelante en los aspectos básicos de la supervivencia. Si esa persona cae en la pobreza, sabe que dispone de un dinero que le dignifique y le proporcione un “colchón” de seguridad que le permita no luchar ya por la mera supervivencia, sino por su progreso personal y familiar mediante la búsqueda de empleo, el emprendizaje, la formación o, sencillamente, el disfrute del ocio. ¿Una utopía? En estos momentos, sí, como el IMV o la RGI lo podrían ser hace unas décadas.
Cuando vemos la necesidad de ir estableciendo las bases de una Renta Básica Universal nos encontramos, indefectiblemente, con que nos dicen que somos utópicos, porque llevarla a cabo es imposible, ya que no se va a poder financiar. Sin embargo, en realidad somos lo bastante ricos como para financiar una RBU, que eliminaría desgravaciones y subvenciones y la burocracia que conlleva; pudiendo, además, obtener fondos mediante impuestos a las rentas y patrimonios altos, porque el sistema actual de ayudas sociales, que ayuda sólo a los pobres, amplía la brecha entre ellos y el resto de la sociedad, que no las recibe. Por otra parte, está demostrado que la gente está más dispuesta a ser solidaria si se beneficia personalmente (al ser la RBU universal).
Nos dirán también que es peligrosa -de riesgos elevados- porque la gente dejaría de trabajar. Sin embargo, uno de los beneficios de la RBU es que liberaría a los pobres de la trampa de las ayudas sociales y los alentaría a buscar un trabajo remunerado con auténticas oportunidades de crecimiento y progreso, ya que, al ser universal, no se retiraría ni se reduciría en caso de obtener empleo remunerado, mejorando las circunstancias del beneficiario.
No será tampoco extraño escuchar que la RBU produciría efectos perversos, incluso degenerando en distopía, porque, en última instancia, una minoría acabaría por tener que trabajar más para mantener a la mayoría. Sin embargo, sólo en términos económicos, habría un considerable ahorro al desaparecer las subvenciones de todo tipo y la enorme burocracia necesaria para su gestión y control. Además, cumpliendo su función de justicia retributiva, elimina el régimen de interferencia y humillación que supone el control público de una subvención temporal, condicionada y controlada.
En definitiva, nuestra sociedad comete un error de concepto fundamental: entender que una vida sin pobreza es un privilegio en lugar de un derecho que todos merecemos.

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