Desde el 26 de noviembre al 20 de diciembre pasados
tuve la suerte de participar de un grupo de ocho personas que organizamos un
viaje a Irán, justo después de las revueltas populares que, según dicen (la
opacidad informativa fue muy grande) fueron sofocadas con el resultado de entre
120 y 200 muertos, según las fuentes. Entre eso y los prejuicios que, de un
modo u otro, todos tenemos con respecto a cualquier país de otra cultura y,
además, lejano, nos dirigimos en tren hasta Madrid un tanto nerviosos por la
incertidumbre. En Barajas un vuelo con destino a Estambul y desde allí otro a
Teherán nos dejó sobre las 3 de la madrugada en la oficina de visados del
aeropuerto, donde nos atendieron con la misma amabilidad que lentitud.
A partir de ahí, más de tres semanas recorriendo
la parte sur-sudeste de este “archipiélago” de desiertos flanqueado por altas
montañas nevadas, lagos, el mar Caspio y la ribera oriental del golfo pérsico.
Es un país enorme (una superficie mayor que tres veces la de España) con
fronteras por tierra con Azerbaiyán, Armenia, Turquía, Irak, Pakistán,
Afganistán, y Turkmenistán. Enfrente, en la orilla occidental del golfo Pérsico
se ubican Kuwait, Arabia Saudita, Bahréin, Emiratos Árabes Unidos, Catar, Dubái
y Omán. Como se puede apreciar, el lugar que ocupa la República Islámica de
Irán en este planeta es absolutamente estratégico: un auténtico avispero.
Viajar por Irán es hacerlo por las viejas
civilizaciones que se desarrollaron y desaparecieron en ese lugar a lo largo de
la Historia. Ciro, Darío. Jerjes el Grande, Alejandro Magno… dejaron aquí su
huella levantando y destruyendo ciudades, palacios, mausoleos, tumbas, etc. Más
tarde, los musulmanes conquistan la antigua Persia en el 651 d. C.,
introduciendo no sólo su religión, sino también su cultura y, con ella, su arte
y el desarrollo de la literatura, las ciencias, la arquitectura, medicina,
etc., que se fueron divulgando a lo largo del mundo islámico. Un hecho
relevante, de consecuencias todavía en vigor, fue cuando en 1501 la dinastía
Safaví sustituye el islam suní, hasta entonces mayoritario, por el chiismo como
religión oficial del reino.
Irán acumula grandes tesoros de la arquitectura
islámica: el arco (apuntado o semicircular, no de herradura), la cúpula y la
columna son sus tres ejes fundamentales, dentro de un marco en el que aparecerá
el agua, el árbol y el muro, componentes del Paraíso en su mitología; así, nos
encontramos con las grandes plazas (la de Isfahán es paradigmática) en ciudades
y mezquitas, los palacios y el gusto por los jardines, donde el agua entra y
sale, sube y baja de un modo asombroso gracias al tradicional desarrollo de la
ingeniería hidráulica. Sin embargo, Irán es también un país moderno con
construcciones propias de su desarrollo cultural y tecnológico, que tiene su
representación en elegantes puentes, modernos edificios y construcciones dentro
de una mezcla “caótica” entre lo tradicional (el bazar, las casas de adobe, las
“torres del viento”, el urbanismo…) y lo actual (hoteles, centros de negocios,
estaciones de ferrocarril y aeropuertos, el tráfico anárquico o la polución que
cubre Teherán).
Poblaciones como Teherán, Qom, Kashan, Isfahan,
Yazd, Shiraz, Kerman, Mashhad, Bam…; los desiertos de Maranjab, Lut y Kaluts;
bazares, palacios, castillos, caravanserais, jardines, plazas, puentes, templos,
mezquitas, mausoleos, museos… fueron objeto de nuestro viaje, pero lo que más
asombra y atrae de este país es, sin duda alguna, su gente (por cierto que no
son árabes, como cree mucha gente, sino persas, con rasgos fisonómicos muy
semejantes a los nuestros). Gente no sólo amable y educada, sino afable, que,
sin conocerte de nada, se acerca donde ti y te da las gracias por haber venido
a Irán, o no sólo no le importa que le fotografíes, sino que es él, o ella,
quien quiere hacerse un selfie contigo;
como son un pueblo joven lleno de universitarios (chicos y chicas) ansían
conocer lo que hay más allá (su red social por excelencia es Instagram, no
habiendo ni Whatsapp ni Twitter), y por eso muchos saben, en mayor o medida,
inglés, con lo que la comunicación es posible. Son muy sociables y alegres; es
muy normal ver grupos de mujeres, jóvenes o maduras, o familias en un parque o
en una tetería (no hay bares: son antiguos baños reconvertidos, pero
conservando toda su riqueza y esplendor) celebrando cumpleaños o una graduación
o lo que sea, riendo y alborotando; sobre todo los jueves por la tarde (la víspera
de la fiesta del viernes) y los viernes se ven a las parejas cenando en los
restaurantes y/o fumando una pipa de agua acompañada de los omnipresentes té y
dulces.
La joven sociedad iraní es muy consciente de la
dictadura a la que les tiene sometidos el régimen religioso de los ayatolás (y
sale a la calle a protestar cuando y como puede), y en las ciudades es evidente
la cantidad de grados de libertad que van tomando (específicamente las
mujeres). Es, repito, lo que más choca con los prejuicios con los que
inevitablemente se viaja a ese país: es un país alegre, lleno de vida,
avanzado, seguro, con buenos servicios (nosotros tuvimos que acudir de urgencia
a un hospital y doy fe de ello), donde no se perciben grandes diferencias de
renta (aunque, evidentemente, no todos son iguales y existe el “barrio pobre” y
el “barrio rico”), donde hay plena libertad de movimientos, etc. En definitiva,
que si uno piensa que se va a encontrar un país triste, oscuro, lleno de
clérigos y policías, no es así. El mayor problema que nos encontramos fue el de
cruzar las grandes avenidas, aunque uno acaba aprendiendo cómo sortear los
coches y las infinitas motos que circulan por aceras y calzadas. Ah, y es un
país, hoy en día, muy barato, donde no te aceptan las tarjetas de crédito
habituales (consecuencia de las sanciones de Estados Unidos, que están haciendo
mucho daño a la población), pero donde con euros vas a todas partes. El viaje
es largo, pero merece, y mucho, la pena.
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Isfahán (Plaza Naqsh-e Jahan) |
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